jueves, junio 23, 2005

El día que Bécquer se equivocaba


A pesar de todo, la catedral me sigue impresionando: tengo que recordarme respirar. La arquitectura con la que la creamos está bañada de los fluidos de nuestras almas, de la máxima exaltación de nuestra inspiración. Decoran sus muros y sus naves cada una de las más exquisitas obras de arte extremo y puro concebidas por nosotros. Nosotros mismos. Tanta grandiosidad dedicada a hacernos más pequeños. Las torres que se elevan al paraíso tienen escaleras cuyos peldaños son nuestras alas cortadas, todavía sangrantes, agitadas aún por espasmos de nuestro anhelo.

Camino desapercibido, en perfecta armonía con el entorno. No necesito ningún esfuerzo mental ni físico para que mi cuerpo, por sí mismo (¡por sí mismo sin que yo lo toque!), ejecute las danzas rituales. Incluso cuelgan de mí los ropajes y abalorios que muestran mi elevado rango dentro de la orden. Cuelgan de mí como una piel muerta que no termino de mudar, como un apéndice de función desconocida que los cirujanos solo extirpan cuando su inflamación pone en peligro tu vida.

A todo el alrededor se elevan los santuarios de los dioses: Amor, Egoísmo, Tragedia, Pasión, Destino… coronados por imágenes glorificadas hasta nuestra regalada sumisión e impotencia. Mis antiguas ofrendas yacen ya devoradas junto a otras muchas entrañas. Vírgenes entrañas humanas.

Corazones henchidos por la fe galopan y estallan dentro de los cuerpos humanos de los iniciados. Se arrodillan y dan gracias por sus lágrimas, ya sean de catártico sufrimiento o de pasmo ante ininteligible belleza. Espanto con facilidad una sombra nostálgica.

Podría subir al púlpito y exhalar bocanadas de luz refrescante, aun sabiendo que jamás penetraré vuestras adoradas tinieblas, sabiendo que mi mensaje se reducirá a un miserable balbuceo avergonzado dentro de estos muros.

Me miraréis con sincera tristeza y condescendencia, orgullosos de vuestros dones en contraposición con mi vacío, atestado de cuestiones, orgullosos de vuestro elevado entendimiento frente a mi ceguera, que acaricia horizontes. Me haréis dudar lo justo para respetar que la verdad es de cada uno.

Pero tendría que emparedarme los labios para no susurrar: caminad sobre los ídolos.

Tendría que engullirme la garganta para no proferir: corred sobre los ídolos.

Tendría que mutilarme la conciencia para no clamar: ¡cabalgad sobre los ídolos!